lunes, 25 de septiembre de 2017

La Singladura de Occidente 69

La Singladura de Occidente
Capítulo 69
Darwin y la Naturaleza (I)

Mientras los románticos vieron a la Naturaleza como una manifestación de la “Imaginación” (un poco en el sentido que la interpretó William Blake), Darwin, más tarde, sostuvo una visión más racionalista y cercana a la idea que de ella tenía la Ilustración: una precisa e implacable máquina que Dios había puesto en funcionamiento y luego había dejado que siguiera libremente su destino.
(...)
Cuando en 1831 inicia su viaje en el “Beagle”, como admirador de la poesía que era, su libro de cabecera era “El Paraíso Perdido” de Miltón. Así que su primer encuentro con tan sugestiva Dama se llevó a cabo a través de una “visión” un tanto romántica, aunque como buen inglés acostumbrado a la naturaleza humanizada de los jardines, prados y campos ingleses, describió así su primer contacto con las selvas de Brasil: “exuberancia salvaje” de la jungla. La visión era como contemplar “las glorias de otro mundo”. Incluso señala que sintió “una devoción sublime por el Dios de la Naturaleza”, ya que “a través de su prodigiosa fertilidad [la de la Naturaleza], su poder de variación espontánea y su poder de elección, [ésta] podría hacer todo. La imaginó como una especie de Diosa, aunque luego, en sus escritos, se disculpa ante sus lectores por hablar de la “Selección natural” como si fuera un “Poder Inteligente”: “También yo he personificado la palabra Naturaleza, pues me ha sido difícil evitar esta ambigüedad”, dice.
Algunos críticos (Patrick Harpur) señalan que aquí comienza ya a surgir la dicotomía entre su “éxtasis” inicial y su “deber profesional”. La “belleza” comienza a “desconectar la mente” de su sentir; el “caos del deleite” se vuelve “fatigoso”. Y esa Naturaleza que en un principio pareció cautivarle le empezó a producir “vértigo” y, más tarde se transformó en “pánico”, como si hubiera tenido un encuentro con el mismísimo dios Pan: “los animales me miran fijamente a la cara, sin etiquetas ni epitafios científicos”. El momento de abandonar a la Diosa se acerca. Su temor a Pan intenta vencerlo con datos y clasificaciones. Su primer encuentro con la Naturaleza, con la "Madre Naturaleza" le había mostrado no a una entidad fija tal como pretendían describirla los científicos, sino como un enemigo implacable y salvaje que es necesario domesticar. Pero en la medida en que Darwin se “acobarda” ante ella y la rechaza, ella, La Diosa, se revuelve contra él en una forma provocadora y hostil. Cuando ya estaba por cumplir los cincuenta dice: “la visión de una pluma en la cola de un pavo real me pone enfermo cada vez que la miro”.
El primer ataque de “nausea” lo tuvo Darwin a bordo de Beagle. Estuvo mareado todo el tiempo que duró el viaje y nuca se adaptó al mar al que calificaba de “monstruo furioso” y al que durante toda su vida “odié y aborrecí”. La Psicología del Inconsciente podría decir que esos mareos eran los síntomas de “algo”, una “nausea” más profunda. Aborrecía el mar porque “nunca dejaba de fluir”, de “moverse y sacudirse”. Como símbolo del Inconsciente y de las emociones, esa “náusea” nos muestra, como en el personaje de la novela de Sartre, “La Nausea", cual es el motivo de su contingencia y fatalidad.
Lo esencial es la contingencia. Quiero decir que, por definición, la existencia no es la necesidad Existir es estar ahí, simplemente; los existentes aparecen, se dejan encontrar, pero nunca es posible deducirlos. Creo que hay quienes han comprendido esto. Sólo que han intentado superar esta contingencia inventando un ser necesario y causa de sí. Pero ningún ser necesario puede explicar la existencia: la contingencia no es una máscara, una apariencia que puede disiparse; es lo absoluto, en consecuencia, la gratuidad perfecta. Todo es gratuito: ese jardín, esta ciudad, yo mismo. Cuando uno llega a comprenderlo, se le revuelve el estómago y todo empieza a flotar... eso es la Náusea” (“La Náusea”).
Después de su viaje de cinco años, se instala en la campiña de Kent de donde apenas se movió durante el resto de su vida. Sus biógrafos nos cuentan cómo un desacuerdo con algún colega le dejaba postrado con “nauseas”; el pensar que la “crítica” sobre sus libros pudiera serle desfavorable, le hacía vomitar durante horas. Los médicos nunca supieron diagnosticar cual era su enfermedad, pero que “surgía” cada vez que se “movía” o era obligado a ello. “Una tercera parte de su vida laboral la pasó doblado, temblando, vomitando y remojándose con agua helada” (Desmond y Moore. “Darwin” Editorial: Penguin).
Si al principio la "Selva Virgen", la Naturaleza, era “templos llenos de las variadas producciones de Dios”, el joven Darwin no podía dejar de “sentir” que “hay en el hombre algo más que el mero aliento de su cuerpo”. Aunque le bastaron tres años desde su viaje para convertirse en un “materialista encubierto” (P. Harpur). Tenía miedo de peder su “respetabilidad”, por ello ocultaba sus creencias ya que el “materialismo” era el fundamento de las escuelas médicas más radicales y entre los que se proclamaban ateos, aunque aun era anatema para la ortodoxia anglicana.
Es fácil ver como el sentimiento religioso de Darwin de su juventud se fue desvaneciendo para dar paso a un materialismo que le decía que “no había nada más que el hombre”, y que “su pensamiento era meramente una cuestión de cerebro”. Darwin esperaba que si tomaba literalmente la metáfora de la materia, podría neutralizar la perturbación y nausea que la Naturaleza causaba en él. Al “fijarla” en un “significado literal”, éste le proporcionaría la estabilidad que anhelaba. Nadie ha podido “estabilizar la Naturaleza”. Tampoco nadie ha apercibido que se mueva como la “máquina” que los ilustrados suponía que era. Así que no podía dejar de pensar en ella como si fuera una madrastra malvada: “desmandada, derrochadora, torpe, grosera y horriblemente cruel”. Agarrándose al clavo ardiente de lo “fijo y predecible”, dice no poder soportar la vida sin la ciencia a la que convierte un placebo contra la nausea. Se esfuerza por lograr el “desapego científico”, pero en incapaz de mirar por la ventana de su estudio sin acordarse de “la espantosa aunque silenciosa guerra de seres orgánicos que se desarrollan en los pacíficos bosques y nos nobles campos”.
Sus médicos no se enteraron nunca que la “guerra” iba por otro lado. Al otro lado de su “sonriente y barbado rostro” público, por debajo de la rutina diaria, nuestro racional y materialista Darwin, es carcomido por la angustia y atormentado por ser, aún, un amante de la poesía. Fue esa “naturaleza despiadada” la que mató a su querida hija Annie, a quién lloró durante toda su vida; ni siquiera le echa la culpa a Dios…, tal vez porque para la ciencia de la época se encontraba demasiado lejos. ¿Acaso fue la “selección natural” que seguía el mecanismo natural de la evolución, tesis por él defendida, quién lo hizo? No hace falta ser muy perspicaz para darse cuenta que una “visión distorsionada” en la “Ley” que él y sus sucesores afirmaron como una “verdad objetiva” se encontraba en lo que le torturaba su alma. Según dicha “Ley”, una especies se convierten en otras, evolucionan, por “selección natural”. Ocasionalmente se produce una mutación fortuita en un miembro de una especie, favoreciendo con ello su supervivencia. Dicho individuo y su descendencia habrían sido “seleccionados” de forma “natural”, para prosperar sobre los demás miembros de su misma especie. Sus biógrafos dicen que lo que le convenció que esto era cierto fue el caso de “las polillas de Manchester”. Veamos de que trataba este caso.
En el siglo XIX las chimeneas de las fábricas de Manchester arrojaban un espeso humo negro que cubría de hollín las hojas y troncos de los árboles. En esos árboles vivía una polilla de color gris claro (“Biston Betularia”), y se valia de ese camuflaje para evitar ser devorada por los depredadores. Conforme los árboles se iban haciendo más oscuros, los evolucioniscitas suponían que la polilla iba evolucionando (presuntamente) progresivamente hacia un color gris oscuro. Esto fue considerado una “prueba” de “selección natural”. Lo que sucedió realmente es obvio. Originalmente existían polillas grises en gran cantidad. Las había más claras y más oscuras. Las más claras fueron devoradas por los depredadores porque los árboles se oscurecían con el hollín y su camuflaje ya no servía, mientras que las más oscuras prosperaron. Pero no se produjo ningún cambio evolutivo. Y, evidentemente, no hubo “selección natural”. Solo un cambio en la población. Algo así como si una epidemia exterminara a la población de piel blanca, pero no se viera afectada la población de piel más oscura. Al parecer esta historia se puede leer aún en los libros de texto en Gran Bretaña. Libros que nadie se preocupa de corregir.
Y aunque la historia fuera verdad solo supondría una pequeña alteración en una misma especia. Ninguna especie se habría transformado en otra evolutivamente. Aún en 1970, para el Departamento de Historia Natural del Museo Británico, como teoría oficial, describía la “melanosis industrial” de las polillas con estas palabras: “el cambio evolutivo más sorprendente realmente presenciado” y como “prueba de la selección natural”.
Darwin modifico la importancia de la “selección natural” al adoptar la expresión “supervivencia del más apto” que había acuñado Herbert Spencer -quién también acuñó el término “evolución”-. Lo que sucedía según opinión de Darwin es que aquellos animales que eran más aptos para un entorno dado, eran los que tenían más éxito y por ello tenían una mayor descendencia.
Aquí nos encontramos con un problema: ¿Cómo medir la “aptitud” de cualquier animal?

 

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