domingo, 28 de junio de 2015

La Singladura de Occidente 15

La Singladura de Occidente

Capítulo 15
Y sin embargo, la Tierra no se mueve




Hasta ahora, la Filosofía y la Cultura Occidental han pensado sólo con la cabeza, y no es que eso esté mal. De ahí que, de esa razón escindida del cuerpo, derive el nihilismo, es decir, la evasión de lo esencial que padece el hombre contemporáneo. Nuestro reto es volver a integrar la conciencia en el cuerpo, pensar con todo el cuerpo. Los egipcios decían que el órgano del pensamiento era el corazón. El cuerpo siempre ha estado ahí, por debajo de nuestra cabeza, esperando, cual paciente Penélope, a que bajemos de las nubes de la razón escindida.
(...)

De la espontaneidad del cuerpo brota toda la experiencia: si no confiamos en nuestra propia experiencia, ¿cómo vamos a confiar en la de los demás? Integrar nuestra mente en el fluir de la conciencia personal es volvernos a integrar en el mundo, en el cuerpo que somos, que está unido al cuerpo de la Tierra, y que es el centro de nuestra propia experiencia, de nuestros valores y verdades, de nuestras responsabilidad y hermandad con los cuerpos de todos los seres que palpitan en este planeta.



Si contemplamos el mundo con nuestro cuerpo arraigado en el suelo que nos sostiene, tal vez volvamos a ver, como lo vieron desde la más remota antigüedad todos los seres humanos, que el Sol sale por el Este y se pone por el Oeste; y que el Norte está “arriba” y el Sur está “abajo”. Y veremos también como la Luna hace un recorrido semejante, aunque caprichoso, y que las estrellas giran en círculo sobre nuestras cabezas.



Es cierto que los descubrimientos de Copérnico, de Kepler y Galileo muestran que es la Tierra la que se mueve alrededor del Sol. Y también es cierto que, a partir de éste descubrimiento, este hecho se nos ha presentado para convencernos de que nuestros sentidos y nuestro cuerpo nos engañan, mientras que es la razón la que nos libera del error. Todas las culturas premodernas consideraron que la Tierra estaba inmóvil. Es lo que uno pensaría si no nos hubieran dicho, o si no hubiéramos estudiado, lo contrario. Se considera que el precursor de la teoría Heliocéntrica -el Sol está quieto y los planetas giran a su alrededor-, fue el astrónomo Aristarco de Samos, que vivió en Grecia en el siglo III a.d.C., aunque también se le atribuye a su contemporáneo Arquímedes. Sin embargo, hasta el S. XV, con el nacimiento del Mundo Moderno, tal idea no prosperó.
Cuando Copérnico formuló su hipótesis, muchos la consideraron absurda. El propio Copérnico aún veía el Universo como un organismo vivo, esférico y finito, en cuyo centro puso al Sol por motivos que nada tienen que ver con la posterior racionalidad científica. La posterior confirmación de Kepler y Galileo supuso un cataclismo.



No sólo se contradecían las percepciones cotidianas, sino que al poner en órbita a la Tierra, el hombre dejó de sentirse un centro y se vio arrinconado, desplazado, vagabundo, náufrago. La Tierra ya no era un hogar estable, sino una peonza errante. El hombre dejó de ser un Microcosmos vinculado al Macrocosmos, porque el Universo se abría a una angustiosa infinitud. ¿Qué hicimos cuando desenganchamos la Tierra del Sol? ¿Hacia donde se mueve la Tierra ahora? ¿Hacia dónde nos movemos nosotros?
Ahora que la Iglesia ha rehabilitado a Galileo, aceptando oficialmente que la Tierra gira alrededor del Sol, tal vez sea un buen momento para, fieles al espíritu de Galileo, desafiar, con el sentido común, la verdad establecida y volver a poner las cosas en su sitio. ¿Quién ha visto que la Tierra se mueva, aparte de los astronautas? Habría que ir a la Luna para verlo. No hablo de negar la verdad. Se trata de que para los que vivimos en este planeta, y no intentamos huir de él, nuestro centro se centra en esa percepción. La Física que maduró con Galileo y Newton tiene un problema: el de contemplar el mundo desde una perspectiva absoluta, una perspectiva cuyo punto de fuga no se ubica en ninguna parte. Solo desde semejante visión, accesible solo a la razón escindida del cuerpo, se ve a la Tierra moverse. Después de Galileo, llegó Einstein y negó esa visión absoluta diciendo que en el Universo no existen coordenadas absolutas; que es necesario elegir un punto de referencia, un centro, un centro que siempre es relativo.
Cuando viajamos en un tren y nos cruzamos con otro que viene en sentido contrario, mirándolo, no hay forma de saber cual de los dos trenes se mueven, si se mueve el nuestro y no el otro, o al revés, o ni siquiera si se mueven los dos. Lo mismo sucede con el Universo: todo es relativo al punto de referencia que escoge el observador. La razón escindida, que sueña con evadirse del mundo, pone sus puntos de referencia en cualquier parte; pero la razón arraigada en el cuerpo y en la Naturaleza, ¿qué otro punto de referencia elegiría sino el propio: el cuerpo que es y la Tierra que habita? En esos puntos de referencia está anclado el Tzolkin, el calendario sagrado de los Mayas, la Constante Galáctica. Y en esos puntos de referencia aún estamos anclado nosotros, porque solo la mente escindida creyó que había cortado sus amarras.
Después de Einstein, es de sentido común el percibir que la Tierra vuelve a estar inmóvil, como decían los antiguos, ya que como ellos, nosotros tomamos siempre nuestro propio cuerpo y la Tierra sobre la que nos apoyamos, como punto de referencia. Con la mente en nuestro cuerpo y la Teoría de la Relatividad en la mano, el Universo gira a nuestro alrededor cada 24 horas y el Sol describe alrededor de la Tierra una órbita que origina el paso de las estaciones. Esto no significa retroceder a los artificios del sistema de Ptolomeo, sino avanzar hacia una Cosmología tan cierta como humana, liberada del absolutismo newtoniano. Podemos dar las gracias a Galileo por lo que hemos aprendido de él, pero como él, también podemos decir, “y, sin embargo, la Tierra no se mueve”. Podemos pedir a la Tierra que ocupe de nuevo el centro de ese Microcosmos del que somos el centro. Solo desde esa conciencia la consideraremos sagrada, como los antiguos, y la respetaremos.


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