domingo, 22 de febrero de 2015

Visita a un amigo.

<PUBLICADO EN LA GACETA DE CANARIAS EL 20/09/1992>
<PÁGINA>: LA OTRA PALABRA
<TÍTULO>: Visita a un amigo.
<SUBTITULO>: La lucha por conservar la propia identidad.
<AUTOR>: Alfiar
<ILUSTRACIÓN>: Estatua de Maimónides en la Judería de Córdoba.
<CUERPO DEL TEXTO>:



Motivos personales me llevaron a Córdoba en Agosto de este año. Como otras veces, fui a visitar a un viejo amigo y maestro que vive en una pequeña placita de la Judería cordobesa, Moisés Ben Maimón (Maimónides 1135-1204). Entré en la Judería por la Puerta de Almodóvar. Como custodiándola, a la izquierda, está la estatua de un cordobés ilustre, Lucio Anneo Séneca. Al otro lado, una plaza donde nace la calle Judíos: estrecha, recta, flanqueada por antiguas casas alrededor de un bello patio donde la fuente, el pozo y los tiestos de flores mantienen el frescor ante ese calor, seco y pesado, con que se cubre ha ciudad en estas fechas.
(...)
La calle termina en la plaza de Maimónides. Antes de llegar a esa plaza, la calle se abre, a su derecha, a una pequeña placita: la placita de Tiberiades. En ella, desde 1935, con motivo del 800 aniversarios de su nacimiento, vive mi amigo, merced a una suscripción internacional que le devolvió a su lugar de nacimiento en la forma de una estatua de bronce.
En el centro de la placita, sobre un gran pedestal cúbico y rodeado de rosas, sentado sobre un pequeño cubo de piedra, sosteniendo un libro en su mano derecha que apoya en el regazo, encuentro a mi amigo que contempla, mirando hacia ninguna parte, la lejana infinitud a la que le han dirigido sus pensamientos.
Es este, para mí, uno de los más bellos rincones de Córdoba. Sosegado, tranquilo, lleno del aroma de los jazmines que escalan las blancas paredes de la casita que se levanta a su espalda. La paz y la armonía llenan aquel lugar que invita a un diálogo reposado y profundo, a la meditación y la contemplación.
Pero lo más increíble es que esa sensación mágica que envuelve el lugar, parece emanar del corazón de la broncínea imagen de mi amigo Maimónides. Fuera de ese lugar, en ninguna otra parte, he vuelto a encontrar el sabor de aquel aire, aquel dorado del cielo y aquella dulzura de la sombra.
Cuando Maimónides nació en el año 1135, Córdoba estaba en su tercer siglo de paz y de luz. No ha habido equivalente en la historia de los hombres de un logro semejante debido a la fusión de tres culturas, cada una de las cuales segregaba lo mejor de si para una elevación en común. El genio propio de un lugar privilegiado y el genio específico de tres pueblos fundamentalmente diferentes, se conjugaron, sin aparente esfuerzo, para dar nacimiento, en esa armonía entre la naturaleza y el hombre llamada Al´Andalus, de una perla llamada Córdoba.
Un matrimonio de amor y razón en que se asociaba el alma y la carne, la libertad y el respeto a los demás... Ese fue el milagro cordobés.
En ese lugar, Maimónides descubrió que conocer y amar se expresaban con un sólo verbo en la lengua de sus padres; que bastaba otro verbo para expresar las acciones de comer y aprender. Que aprender y conocer son absorciones físicas, relaciones entre el ser y la materia; que el camino hacia el saber no es acumular ciencia como algunos acumulan riqueza, sino reconocer la propia realidad de uno en el mundo y renovar en si mismo el misterio de la creación ya que, como dice el Talmud, "El mundo se halla suspendido del soplo de los niños que van a la escuela." Pero, sobre todo, descubrió que tenía que vivir una vida de hombre, con humildad, orgullosamente y, principalmente, con lucidez. Fue feliz el día que conoció al que fue su gran amigo, Mohamed Ibn-Roschd (Averroes). Ambos fueron los grandes heterodoxos del judaísmo y del islamismo, se pusieron en contra de la costumbre y valoraron una vida y una experiencia personal por encima de la tradición. Investigaron la ciencia profana, sobre todo la filosofía y la medicina, expresando que no había que oscilar entre cuerpo y espíritu, entre ciencia profana y ciencia bíblica o islámica, sino que había que extraer de ellas lo que tenían de común e indiscutible: el hombre, presente en un mundo real y conociéndose ambos.
"Lo que he aprendido como más perenne en Ibn-Roschd -decía- es a tener siempre un ojo fuera para observarme. Si le debo a Dios mi razón es para servirme de ella de manera razonable y no para desplegarla en creencias."
A lo largo de mi vida, siempre que he vuelto a Córdoba, he ido a visitarle. Poco a poco nos fuimos conociendo, aprendimos a mantener largas y silenciosas conversaciones mientras me enseñaba a meditar entre la blancura de los jazmines. Un día me confesó su secreto, la labor de su vida:
"Sólo he introducido una originalidad, vieja como el destino de Israel, en mi atormentada existencia; la de haber conseguido conservar y transmitir, contra viento y marea, mi profunda identidad. Y tal vez ello no esté tan mal."
Ese día lloramos juntos y le confesé también que mantener esa profunda identidad, en una existencia que asumir, en una existencia de hombre que vivir, era también mi lucha interior. Ambos convinimos en que la respuesta estaba en nosotros, en vivir y experimentar esa vida, y que lo que los demás llamaban la salvación, no residía más que en eso. ¡Qué presunción el creer que podemos evadirnos de esta condición! Me dijo en un susurro: "Si alguna vez he conseguido hablar con Dios..." -pero le interrumpí para completar su frase con lo que era mi vivencia- "... las palabras sólo han podido pasar a través del corazón de mi mujer". Hay experiencias comunes, a pesar del tiempo y la distancia.
La vida de Maimónides y Averroes en Córdoba se vio frustrada con la llegada de un bárbaro y fanático creyente de la letra de Alá, Al-Mansur. Tomada Córdoba, mandó llamar al decano de la Universidad Ibn-Badia y le preguntó para que servía la Filosofía, puesto que en el Corán estaba toda la verdad. Como no le satisfizo la respuesta, le cortó la cabeza.
A la mañana siguiente, comenzó la destrucción sistemática de la biblioteca más hermosa del mundo. Los libros fueron arrojados a la hoguera, una vez más, por la ceguera de un fanático. Con ellos se fue un poco de la carne y un poco de la sangre de Maimónides y Averroes. Esto es algo que concierne a todos los hombres pues, en semejantes actos, una parte de la humanidad es aniquilada. Poco después, ambos partieron para el exilio y nunca más regresaron a una Córdoba, que nunca más volvió a ser la perla de Al´Andalus.
Maimónides murió en el Cairo en 1204 siendo médico personal y amigo íntimo de Saladino. Su alma tardó 788 años en volver a su Córdoba amada. Y aquí, en la pequeña placita de Tiberiades, medita en la Eternidad.
Me despido de él y salgo de la Judería por la Puerta de la Luna, donde me encuentro con la estatua de su gran amigo Ibn-Roschd, Averroes. Junto mis manos e inclino mi cabeza en un saludo. En el cielo, la luna llena perfila reflejos de plata en nuestras sombras.

No hay comentarios:

Publicar un comentario