domingo, 7 de septiembre de 2014

La Singladura de Occidente 001

Desde el 20 de Noviembre de 2013 vengo publicando en La Opinión de Tenerife una serie de artículos que, bajo ese título genérico, pretenden llamar la atención sobre algunos aspectos importantes de nuestra cultura Occidental. Aquí los iré publicando como si fueran pequeños capítulos de un libro, porque a eso estaban destinados en un principio, a formar parte de un libro.

Ulises y las sirenas. Mosaico. Museo Nacional de El Bardo. Túnez

LA SIMGLADURA DE OCCIDENTE

Capítulo 1

En el principio...

 La finalidad de estos artículos (este y los que espero que sigan) es intentar mostrar cual es el estado de conciencia de la mayor parte del “hombre occidental” y de su civilización, es decir, del hombre que integra, desarrolla y expande por el mundo la Cultura Occidental.

Para llegar a saber cual es ese estado, hemos de recordar primero de donde ha surgido y, segundo, como se ha desarrollado eso que ha venido en llamarse Occidente. Occidente es una identidad que tiene muchas caras. Los rostros que aquí os ofrezco os podrán parecer tal vez los más sombríos, los que no queremos ver; los que hemos arrinconado en lo más profundo de nuestra memoria, allí donde no se puedan recordar. Aunque podemos hacer el esfuerzo de sacarlos a la superficie y mirarlos cara a cara. Solo así comprenderemos.
Inauguración Juegos Olímpicos barcelona 92
Muchos son los que aún recuerdan como en la inauguración de los Juegos Olímpicos de Barcelona 92, se representó la odisea de nuestro mundo occidental; un mundo que, los que creen en él, dicen que comenzó en el Mediterráneo Oriental; un mundo que trata de esfuerzo, de conquista y de racionalidad, donde Hércules, separando las columnas que supuestamente hoy forman el Estrecho de Gibraltar, es el modelo a imitar, aunque un Hércules adulterado porque no fue solo su fuerza lo que le hizo famoso, sino su sabiduría y su conciencia, que se fue incrementando en cada uno de los 12 Trabajos que llevó a cabo.

Pero con anterioridad a este mundo regido por el Padre, reinaba Gaia, la Gran Madre Tierra. El mito evoca su origen: en el vacío primigenio la diosa Gaia inició una danza, giró y se dobló sobre si misma hasta formar una esfera y en sus espaldas se levantaron montañas. Su cuerpo sudó y sus efluvios se evaporaron para convertirse en la fecunda lluvia de la Vida. De los pliegues de su cuerpo nacieron los valles y de sus poros brotaron las primeras plantas; sus entrañas parieron las formas de la vida que corrieron por su piel. Luego, hizo nacer de su seno a los hombres y a las mujeres.

Todo esto fue mucho antes de Homero. Cuando Grecia alcanzó su etapa Clásica, Gaia había perdido su poder y había pasado a ocupar un lugar secundario; aunque en tiempos de Homero aún la llamaban la "Madre de Todo" y "La más Antigua". Era el último recuerdo de un tiempo en el que sólo había diosas vinculadas a los ciclos de la Naturaleza y a la celebración de la Vida. Diosas y Reinas (sus representantes) que permitían que la semilla de un hombre las fecundara para que la naturaleza volviera a dar frutos al año siguiente. Un año era el tiempo que tenía este rey consorte para reinar pues, necesariamente, debería morir al año siguiente a manos del que le sustituiría en el trono y en el lecho de la Reina, la representante de la Diosa. De esta manera se cumplía el ciclo de la Naturaleza. Luego llegó Apolo, el Sol, y dio comienzo a lo que en un tiempo no muy lejano sería la larga singladura de Occidente, su Odisea para llegar a una Ítaca nunca encontrada.

En cuanto a nosotros, hijos de Occidente, seres apolíneos, llenos de racionalidad, de modernidad y de Idea de Progreso, que miramos el pasado con los ojos del presente y a través de nuestra Voluntad de Poder (no tiene aquí esta expresión el significado que le dio Nieztsche, sino el de “Voluntad de deseo de Poder”, (un deseo patológico y enfermizo), nos cuesta trabajo creer que alguna vez haya existido una cultura floreciente que no sea la nuestra y, para colmo, que esa cultura floreciente fuera una cultura femenina.

Todo el mundo ha escuchado alguna vez (al menos eso creo) el mito en el que Zeus, el Padre de los dioses, se enamoró de Europa, hija de Agenor; también sabrá como, para seducirla, se transformó en un hermoso toro blanco que, saliendo del mar, se presentó en la playa donde Europa jugaba. Seducida por la belleza del animal, Europa montó en su lomo y Zeus se la llevó, según cuenta la leyenda, a la isla de Creta. De estos amores nació Minos, futuro rey de la isla y nombre que heredaron todos los sucesivos reyes que la gobernaron. Con Minos, la historia vuelve a repetirse. Pasifae, esposa de Minos, se enamora de un toro blanco que Poseidón, dios del Océano, había regalado a Minos. De ese idilio nace el Minotauro, un híbrido en forma de hombre con cabeza de toro para el que Dédalo construyó el Laberinto.

El toro era un símbolo de Poseidón, el primer rey-dios de la Atlántida. Así que Poseidón-Zeus-Toro raptó a Europa. ¿Designaba ya esta palabra a todo el continente? Que yo sepa, nadie, excepto Jorge Mª Ribero Meneses ha explicado el por qué, en cuatro mil años de Historia europea, el nombre de Europa solamente aparece en el norte de la Península Ibérica, designando un topónimo: los Picos de Europa.

Lo que el mito narra, en realidad, no son las hazañas de los guerreros solares, sino como una antigua civilización, joven, agrícola y femenina, fue forzada por pueblos guerreros y patriarcales que pusieron fin a un estado de cosas. Tal vez fueron Creta y Troya las últimas descendientes de aquella cultura en que Gaia detentaba el poder sobre los destinos de los hombres.





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