sábado, 3 de agosto de 2013

El Sentido mágico del Carnaval.1 " Vida y muerte de un rey temporero".


(Capítulo I)

Vida y Muerte de un rey temporero.

<PUBLICADO EN LA GACETA DE CANARIAS EL 16/02/1992
<PÁGINA>: LA OTRA PALABRA
<TÍTULO>: El sentido mágico del Carnaval.
<CAPITULO-1>:Vida y muerte de un rey temporero.
<AUTOR> : Alfiar
<SUMARIO>: Consciente o inconscientemente, en algún momento del pasado, la Humanidad ha roto el ciclo, lo ha extendido y ahora no sabe cerrarlo.
<ILUSTRACIÓN>: Las gentes que festejan, no se sienten separadas por ninguna distancia de aquello que festejan. No se sienten separadas en sus conciencias.
<CUERPO DEL TEXTO>:
 
    Es propio de nuestra cultura concebirse a sí misma como evolucionando en el tiempo. Por ello, dedica parte de ese tiempo a descubrir cuál es el origen de las cosas, comprender como llegaron en el tiempo a ser de otra manera. Esta ley de causalidad, que para nosotros ha tomado una dimensión lineal, permanece como dimensión circular en otras culturas. Ellas no buscan el origen de las cosas. Lo que no quiere decir que para ellas no tengan origen, sino que éste, siempre implícito en las cosas mismas, participa en cada acto y en cada acontecer en un Eterno Retorno donde no hay ruptura entre Origen y Finalidad, su actualización conmemorativa. Por ello, cada acto es siempre un acto ritual. El bucle de retroalimentación que enlaza cualquier aspecto de la manifestación con el Origen, no ha sido cortado y extendido linealmente, dejando separados y opuestos los dos extremos de la distancia.
(...)

 
    Para nosotros, en cambio, ese corte en el bucle, constituye la dinámica del saber al pretender conocer lo que sucede dentro del ciclo. Desde el momento en que se lo corta y extiende, los dos extremos quedan opuestos, y llamamos Origen a un extremo y Fin al otro. De ahí la necesidad de buscar el origen de las cosas.
   Esta manera de conocer tiene graves repercusiones que afectan a nuestra manera de hacer, Al estar separados en nuestra conciencia el Origen y la manifestación considerada como Fin, o bien se pierde el Origen porque hay que pedirle a la memoria un continuo esfuerzo para tenerlo siempre presente, o bien se intelectualiza y con ello deja de ser algo vivo.
    La conciencia queda entonces centrada únicamente en lo que se manifiesta como finalidad. Por ello, a la generalidad de las gentes, o bien no les preocupa saber cual es el origen de lo que hacen, o bien cuando alguien trata de explicarlo, desprecian la explicación porque es algo externo y lo que se quiere es hacer, vivir el hecho, sentir el acontecer.    Pero, ¿cómo se puede vivir y experimentar, gozar, algo que carece de significación originaria? ¿Cómo se puede hacer algo sin la significación de lo que se hace? ¿Haciéndolo como lo hace el hombre de nuestra cultura? ¿En forma compulsiva, en forma no-original, sin origen?
   En otras culturas donde Origen y Fin son la misma cosa, donde Alfa y Omega no están separados por la distancia llamada Tiempo, cada festividad, cada acto, está ritualizado, está cargado de Origen y de potencia original. Las gentes que festejan, no se sienten separadas por ninguna distancia de aquello que festejan. No se sienten separadas en sus conciencias. Sea lo que fuere que festejen, no tuvo un origen in illo tempore. El bucle está cerrado en la conciencia y es uno con la realidad de la Naturaleza. Esta conciencia cerrada sobre sí misma aún funcionaba en algunos aspectos de nuestra cultura durante la Edad Media, y sobrevivió en las zonas rurales hasta el siglo XIX. Por ejemplo:
Don Crnal y Doña Cuaresma
     En algunos lugares del distrito alemán de Pilsen, las gentes del lugar vestían con cortezas de árbol a un electo rey de la cerveza como Rey del Carnaval, le adornaban con flores y cintas doradas, le ponían una corona y le montaban en un caballo también floreado; luego, le hacían acompañar por un juez y un verdugo, con una escolta de soldados, hasta la plaza del pueblo donde se había construido una especie de trono de ramas verdes al pie de Árboles Mayo (abetos recién cortados, descortezados y engalanados de cintas doradas). Allí, el Rey-Árbol contemplaba como las gentes, en coplas y chismes, hacían la crítica de las señoras y señoritas del lugar. Más tarde, soltaban al Rey del Carnaval después de darle una breve ventaja e, inmediatamente, todos le perseguían. Si no conseguían cogerlo, quedaba como rey por otro año. Si lo cogían, lo vareaban, le pegaban y maltrataban. El verdugo pregunta luego a los presentes:
   - ¿Debe ser decapitado el Rey? -. A lo que todos respondían.
   - ¡Decapitadle! -. El verdugo blandía el hacha y a la voz de:
   - ¡Un! ¡Dos! ¡Tres! ¡Dejo al Rey sin cabeza! -, le quitaba la corona de un golpe.
   Con grandes aclamaciones, los participantes en el regicidio, colocaban al Rey en unas andas y le llevaban a la alquería más cercana para incinerarle. A esto le llamaban La Muerte del Carnaval.
   No otra cosa diferente y a la vez original, hacían en Frosinone, en el Lacio, a medio camino entre Roma y Nápoles, cuya vida insípida y monótona era rota con la llegada del Carnaval y con la fiesta que allí se celebraba el último día, y que recibía el nombre de Radica. Hacia las cuatro de la tarde, la banda de música, tocando alegres marchas y seguida por gran gentío, llegaba a la Plaza del Plesbicito en la que se alzaba la Subprefectura y los edificios oficiales. En medio de la plaza, los ojos curiosos de los congregados se regocijaban ante la aparición de una monumental carroza dorada, decorada con festones y cintas, y arrastrada por cuatro caballos. Sobre la carroza, en un gran trono, estaba entronizada la majestuosa figura del Carnaval: un enorme muñeco de tres metros de alto, con cara rubicunda y sonriente. Calzaba enormes botas y ceñía su cabeza un casco de hojalata. Iba vestido con una túnica coloreada de la que pendían curiosas insignias. Su brazo izquierdo descansaba en el brazo del sillón, mientras el derecho saludaba gentilmente a la multitud, mediante una cuerda de la que tiraba un hombre escondido debajo del trono. La multitud se agitaba y arremolinaba, dando gritos montaraces alrededor de la carroza, a la vez que danzaba con frenesí. Todos los presentes llevaban en la mano una radica (raíz), que no es otra cosa que una hoja de áloe o pita. Cualquiera que se aventurara entre tan temible gentío sin llevar la radica, era hostilmente recibido y expulsado de allí. Como sustituto de la rama de áloe se podía llevar una col grande en el extremo de una vara, o un manojo de hierba trenzada.
    La salvaje multitud escoltaba la carroza a la puerta de la Subprefectura. Allí el subprefecto y demás fuerzas vivas del pueblo, representantes de la Ley y la Autoridad, le rendían respetuosos honores.
   Una vez que el acto oficial había finalizado, sonaba el Himno del Carnaval, la multitud, como si hubieran llamado a combate, a grito pelado, volteaba en el aire las ramas de áloe y las coles y golpeaban las cabezas de los presentes en una batalla de todos contra todos. Cuando estos preliminares habían terminado a satisfacción de todos, el cortejo real, donde reinaba el caos, iniciaba un recorrido por la calles. Cerraba el cortejo un carromato cargado de toneles de vino y policías, afanados en la tarea de servir vino a todos los que lo pedían y podían acercarse, pues la lucha con las hojas de áloe y las coles, acompañada de aullidos, gritos y blasfemias, continuaba entre aquellos, que eran todos, que querían acercarse a la carreta para emborracharse a expensas públicas.
   Finalmente, y cuando el cortejo había desfilado de esta guisa por las principales calles, las gentes, ya fuera de sí, arrebataban de la carroza la esfinge de su Graciosa Majestad el Carnaval, le arrancaban los adornos, le tendían en medio de la plaza sobre un montón de leña, y lo quemaban entre un tan estruendoso griterío que apenas se escuchaba la música. Mientras el derrocado rey ardía en la pira funeraria, los presentes arrojaban a la pira las hojas de radica. En esos momentos el baile llegaba a su más frenética apoteosis.

    Ceremonias de idéntica hechura se celebraban en Bohemia, en Provenza, en las Ardenas, en Normandía, en Tubingia, en las montañas de Hertz, en los Abruzzos. En éste último lugar, cuatro enterradores, con pipas en la boca y botellas de vino colgando de los tirantes de los pantalones, cargaban un muñeco de cartón, que representaba al Carnaval muerto. El extraño cortejo iba precedido por la  desconsolada viuda vestida de luto y anegada en lágrimas. De vez en cuando, el acompañamiento hacía un alto y, mientras la viuda hablaba con el público, los enterradores refrescaban al hombre interior con un trago de las botellas. Llegados a una plaza, tendían al muerto sobre una pira y, con el redoble de tambores, acompañado de los estridentes gritos de las mujeres, le prendían fuego mientras los enterradores arrojaban castañas a la multitud presente.
   ¿Qué se esconde detrás de estos festejos originalmente idénticos, en los que algo, personificado en la figura del Carnaval, que ha sido rey por un breve tiempo, es quemado en una pira funeraria? ¿Por qué a éste rey temporero se le viste de cortezas de árbol? ¿Por qué se le sacrifica? ¿Por qué el orden se invierte y todo se vuelve caótico, como muestra el que la Autoridad y los representantes del Orden rindan pleitesía a este rey del desorden y el caos?
   Consciente o inconscientemente, en algún momento del pasado, la Humanidad ha roto el ciclo, lo ha extendido y ahora no sabe cerrarlo. Ha dejado de ser el Alfa y el Omega de su propia realidad, para ir buscando su identidad, de árbol en árbol, de carnaval en carnaval, desde ese primer Árbol de la Ciencia hasta ese otro último Árbol de la Vida que, allí en el Paraíso, estaba junto al primero, siendo uno y el mismo, el Origen y el Fin de las cosas manifestadas.

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