martes, 18 de junio de 2013

Soledad y Libertad 03


(Continuación)



Capítulo segundo

El Camino de la Soledad


En el siglo II de la Era Cristiana, vivió en Siria un anacoreta llamado Filoxenos. Predicaba que para encontrar la propia identidad era necesario estar solo.
¿Alguien ha pensado alguna vez que solamente la soledad hace que nos experimentemos a nosotros mismos como individuos? ¿Hemos tomado conciencia de que vivimos encerrados en un vientre social, en una matriz colectiva? ¿Y alguien ha comprobado que en ese claustro no tenemos identidad, sino tan sólo vida indiferenciada? ¿Y no es acaso, porque hemos hecho de esa matriz colectiva nuestra verdadera identidad, por lo que caemos en el engaño colectivo y le pedimos que nos proteja? ¿Alguien se ha dado cuenta de que esa protección que exigimos a la matriz social se debe, en última instancia, al temor de sentirnos solos, al temor a la soledad?
Para curarnos del miedo, la matriz social se arroga el poder ‑ un poder que nosotros le damos ‑, de procurarnos satisfacción. Y para conseguir ese objetivo, aumenta nuestra necesidades. Pero, ¿habéis observado como a más necesidades del hombre, más poder y control para la matriz colectiva, no importa que ideología controle a la matriz?
Y es por el control de este poder, por lo que el hombre lucha. ¿Cómo funciona esto? Podríamos preguntarnos. En una forma muy sencilla: la sociedad ‑ la matriz colectiva ‑, que se ha arrogado el poder de salvarnos del miedo, trata de configurarnos y conformarnos según su idea de felicidad. Y lo hace ofreciéndonos una imagen irresistible de nosotros mismos. Incluso nos ofrece la imagen de que somos libres. A la vez que nos presenta esas imágenes fantásticas de nosotros mismos, procura, divirtiéndonos, en eso que se ha dado en llamar cultura del ocio, que lo pasemos tan bien y de un modo tan perfectamente creíble, que no quede en nosotros el menor asomo de duda consciente. Y en teoría, esto es tan convincente, que uno puede no darse cuenta de que algo puede ser de otra manera. Es así que entramos, desde que nacemos, en un ciclo cuyo final es la desesperación.

(...)

Filoxenos, allá en su época, decía:
<<El niño en gestación, es perfecto y está perfectamente constituido en su naturaleza, con todos sus sentidos y miembros; pero no puede usarlos en sus funciones naturales, porque el vientre no puede satisfacerlos ni desarrollarlos para su uso.>>
Si entendemos el proceso biológico de lo que significa nacer, y Filoxenos lo expone en forma clara y contundente, podremos entender el otro proceso, el espiritual, y lo que en él significa "nacer de nuevo". Necesitamos, para poder desarrollar las facultades adquiridas en la matriz, de un medio más amplio que el que la matriz constituía. Necesitamos "nacer". Y por ello, y sólo por ello, fuimos expulsados del Paraíso. El mito del Árbol nos dice que un nuevo órgano de comprensión nos fue legado: la Conciencia del Bien y del Mal. Pero ese órgano, esa facultad que era completa y perfecta en su mismidad, allá en la matriz‑Paraíso, tenía que ser desarrollado, tenía que crecer.
Todo esto nos lleva a la visión de que existe un tiempo en el que hemos de estar en gestación; pero que existe también un tiempo en el que debemos de nacer; un tiempo en el que debemos ser arrojados del Paraíso. Invirtiendo la imagen, desarrollado ese órgano en el acá de la metáfora, hemos de nacer de nuevo en el allá de lo humano, que es lo sobrehumano de la vida espiritual. Un concepto que nada tiene que ver con la religión. Y este segundo nacimiento, que se desarrolla en una biología distinta, la biología del espíritu, es un nacimiento espiritual, un nacimiento a la Conciencia. Y con él y por él, adquiriremos, en el ejercicio, un nuevo reino de la Naturaleza, ese que en los relatos es llamado Reino de los Cielos, nuestra identidad madura.
Nacer por segunda vez es aprender a pensar por uno mismo; es aprender a que no tenemos por qué seguir siendo guiados por la necesidad, ni por los sistemas creados para crear necesidades artificiales y luego satisfacerlas. Nacer por segunda vez significa desnudarse, perder la forma, borrar la historia personal, como diría D. Juan, el brujo yaqui. Y nos guste o no, este proceso de nacer por segunda vez, pasa por el destierro, el desprecio, el exilio, la soledad. Solamente aquel que se atreve a estar sólo, puede llegar a ver que el vacío y la soledad, aquello que la matriz colectiva teme y condena, son las condiciones necesarias para el encuentro con la verdad de lo que somos. Y lo que se ve en ese desierto de soledad es lo ilusorio del miedo a la muerte y lo ilusorio de la necesidad de satisfacción social. Cuando nos atrevemos a mirarnos de frente, la angustia, aunque no siempre queda vencida, es al menos aceptada y comprendida. Es en el corazón de la angustia donde, los que no hacen de la soledad un problema, sino que la aceptan como parte de su ser, encuentran la paz y la verdad.
Una comunicación de los Maestro Internos (otra metáfora para designar a seres concientes en otros planos o dimensiones de la Gran Cadena del Ser) dice referente a la soledad:
<<La soledad es uno de los dolores que más fuertemente aquejan a los seres humanos. La soledad abre las puertas a las depresiones, a las angustias, a todos los síntomas de la tristeza y el sentimiento del abandono. Los seres sumidos en la soledad sienten que todas sus conexiones con el mundo exterior han sido cortadas, que una barrera invisible los separa dolorosamente del resto de las personas, las cuales no alcanzar a mostrar ni un gesto de comprensión o acercamiento a ese ser que sufre su soledad.
Pocos saben que en la soledad también existe la felicidad. Este sentimiento es, como todo, una ambivalencia dual, pues esa misma sensación de angustia del ser que se siente solitario puede ser la fuente del crecimiento, de la creatividad, de la felicidad más grande que nadie puede imaginar. La soledad es un don poco comprendido. Su sentimiento, bien sea real o imaginario, le da la oportunidad al hombre de buscar dentro de si mismo sus mejores impulsos de conocimiento. La soledad ahonda en los resquicios de la persona y busca todos aquellos recursos que pueden nutrir una voluntad creativa y bien dirigida, que le haga enriquecerse bebiendo de su propia fuente.
La soledad no es separatividad, al contrario, es integración pura, pues por medio de ella, cuando es bien dirigida, se pueden absorber las esencias que rodean a la persona e incorporarlas a la propia conciencia en un trabajo de reflexión y maduración. ¡Qué pocos entienden el don de la soledad! Se quejan, se duelen, huyen de su contacto, y todo esto sin saber que en lo más hondo de la soledad está la luz de la propia verdad, del propio conocimiento del alma, del reencuentro con uno mismo en la más desnuda de todas las verdades.
Por ello os digo, hijos queridos, si vuestra vida se lleva a veces de un sentimiento de soledad, si la vida física os aparta de los seres que amáis, bendecir al Padre que os hace el don más precioso de poder conoceros a vosotros mismos en una aceptación interior de vuestro verdadero ser, pues ésta soledad, en el momento en que entra en la vida de un hombre, es una oportunidad de apertura de conciencia a través de un proceso de trabajo interiorizado, en ese movimiento suave y ondulatorio de ritmo espaciado, en donde la reflexión sirve de espejo a la luz de la conciencia.
En la soledad reside el silencio, y en ese silencio abunda la sabiduría. Todos esos dones se agrupan por simpatía y comunican sus gracias a aquellos que están dispuestos a aceptarlos. No os quejéis pues de la soledad, bendecid las épocas en que os sentís solitarios, pues esa riqueza puesta en vuestros destinos, bien por breve tiempo o bien por largos periodos, será la buena tierra en la que podréis plantar y cosechar el fruto de vuestra voluntad de trabajo en una selección de nuevos valores que harán cambiar el rumbo de vuestras vidas.
Aceptar todo lo que os es dado. Entenderlo así y conociendo la Ley que mueve todas las causas, encontrareis la sabiduría que se esconde detrás de los hechos de aparente intranscendencia, pero que sirven de escuela de aprendizaje a quiénes están dispuestos a recibir. La soledad os necesita. Mirarla cara a cara y esperarla con una sonrisa de bienvenida.>>
El solitario que sabe la soledad, no es el que se va solo al desierto para encerrase en sí mismo, sino el que acepta Ser sólo y, a partir de ahí, se da a todos los hombres. En este sentido imita a Jesús, abandonado de todos, incluso del Padre. Podría decirse que la única sensación auténticamente humana que tiene el Espíritu encarnado, es precisamente la angustia provocada por la soledad.
La Tradición nos ha presentado la experiencia de soledad como una experiencia de muerte y locura. La muerte iniciática es eso: una experiencia de soledad límite. Son las palabras de Filoxenos:
<<También tu sal al desierto, sin llevar contigo nada del mundo y el Espíritu Santo irá contigo. Mira la libertad con que salió Jesús, y sal como él; mira donde ha dejado la ley de los hombres: deja la luz del mundo donde él la dejó, y sal como él a luchar contra el poder del error.>>
El problema es que este salir al desierto ha sido interpretado literalmente y ha dado origen en diversas épocas, incluso en la nuestra, a un éxodo a los desiertos postizos de nuestra geografía cultural. Pero si nos preguntamos cual es el poder de este error, encontramos, cuando comenzamos a penetrar en nuestro propio desierto que, después de todo, el error no está en la ciudad, sino en nosotros mismos. Que el error es nuestra propia estructura emocional, ese cordón umbilical hecho de sentimientos y emociones y que nos mantiene ligados simbióticamente a la placenta con la que la matriz colectiva alimenta nuestras necesidades emocionales. Cortar ese cordón, anular la fuente de suministro emocional colectivo, es entrar en la soledad. Buscar una nueva realidad es sentir esa soledad. Aquel que no tiene necesidad, porque se satisface de la emoción colectiva, de responder a sus pulsiones internas, las cuales necesitan de respuestas originales que no están en la sociedad, es incapaz de sentir la soledad. Pero el que siente las pulsiones internas y comienza a caminar en busca de respuestas, tarde o temprano dice:
¡Qué sólo estoy, Señor!
¡Qué sólo y que rendido
de andar a la ventura
buscando mi camino!
En todos los mesones
he dormido,
en mesones de amor
y en mesones malditos,
sin encontrar jamás
mi albergue decisivo.
Y ahora estoy aquí, sólo...
rendido
de andar a la ventura
por todos los caminos.
Y ahora estoy aquí, sólo
en este pueblo de Ávila escondido,
pensando
que no está aquí mi sitio,
que no está aquí tampoco
mi albergue decisivo.
León Felipe
Esto que dice el poeta, no lo dice con pesar, no lo dice con amargura, sino que lo dice aceptándolo, aunque sea doloroso y pesado, aunque ya no se pueda más, puesto que de lo que se está rendido es de andar. Más este andar, es una "ventura", es ir hacia algo presentido. No es una "a‑ventura", en la que el prefijo negativo "a", introduce la incertidumbre y el desconocimiento, no sólo de por donde se anda, sino hacia donde se anda.
Este andar es un buscar, porque en algún lugar tiene que haber una respuesta a nuestras pulsiones internas. Primero uno busca fuera de sí: en los "mesones de amor" y en los "mesones malditos". Se duerme en todos los mesones... Y es el puro andar el que agota, el que cansa; y a la vez el que enseña que no es allí, en ninguno de esos mesones, donde encontraremos la respuesta, el "albergue definitivo". Aunque llegados a un punto del camino, rendidos y agostados por eso que se llama la vida, uno se esconde en un pueblo de Ávila cualquiera. Otro desierto, pero este interno. Y aquí, ese aislamiento extremo, nos lleva a pensar, pensar que no sentir, es éste un matiz importante, que a pesar del cansancio de andar y del cansancio del alma, que aquí, en este pueblo de Ávila escondido, tampoco está la respuesta.
Es este un tema difícil y doloroso. Las entrañas se revuelven y tendemos a rechazarlo. Incluso rechazamos la literatura en la que se habla de ello, literatura mística, literatura metafórica, porque no nos encontramos dispuestos a asumir esta experiencia. Una cosa es aceptarla, conocerla intelectualmente, y otra cosa muy distinta vivirla. El camino es duro, es andar por el filo de la navaja, y a los pocos o a los muchos pasos se quisiera ya descansar, encontrar un refugio en el que escapar de esos días largos e interminables de angustia y soledad, de ese estado llamado con eufemismo depresión.
El poeta ha pasado por ahí y nos lo dice:
¡Qué día tan largo
y que camino tan áspero,
que largo es todo, que largo,
que largo es todo y que áspero!

En el cielo está clavado
el sol, iracundo y alto.

La tierra es toda llanura, llanura,
toda llanura,
y en la llanura... ni un árbol.
Voy tan cansado
que pienso en una sombra cualquiera.
Quiero descanso, descanso, sólo descanso.
¡Dormir! Y lo mismo me da ya bajo
un ciprés que bajo un álamo.
León Felipe.
¡Qué impresionante metáfora de soledad construye el poeta! "La tierra es toda llanura...", y lo repite tres veces. Y allí, "ni un árbol".
El árbol en un símbolo de centro y un símbolo de paso, de comunicación entre la Tierra y el Cielo, un Axis Mundi. Y en esa soledad que describe el poeta, en ese lugar donde ningún accidente se individualiza, ese árbol tampoco está. Es como si en ese momento, las manos del Espíritu hubieran sido retiradas. "¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por que me has abandonado?". El hombre ha sido dejado sólo ante el Gran Abismo, simbolizado, en el Árbol de la Vida de los cabalistas, por ese centro de energía llamado "Daath”. Se trata de una noche oscura, pero también de un lugar en nuestra propia interioridad, en el que se obtiene el Conocimiento, la respuesta definitiva a nuestras pulsiones y por cuya búsqueda nos pusimos en camino.
<<Donde quiera que miremos ‑ dice Wilhem Reich en el "Asesinato de Cristo" ‑, encontramos al hombre corriendo en círculo, como si estuviera en una trampa, buscando en vano y desesperadamente la salida.>> Y añade que la trampa <<es la estructura emocional del hombre, su estructura caracterológica.>>
Desde que fue expulsado del Paraíso y cubierto con su vestido de carne, el hombre ha evadido lo Esencial. Ha filosofado sobre la Vida, pero no sabe lo que es la Vida. Prefiere sufrir encerrado en la estructura de su carácter, que atreverse a buscar una salida que, como sigue diciendo Wilhem Reich:
<<ésta [la salida] sea claramente visible para todos los que están atrapados en el agujero. Con todo, nadie parece verla. (...) nadie se dirige hacia ella. Es más, quién quiera que se mueva hacia la salida o la señale, es declarado loco o criminal o un pecador que ha de abrasarse en el Infierno.>>
Y es que el problema no está en la ciudad, no está en la trampa, ni la solución está en los desiertos postizos; el problema está en el interior de los atrapados. Fuera de la matriz social y colectiva está La Vida. Se la ve en sueños, se la imagina en éxtasis místicos, se la canta y se la diviniza, pero nadie corta su cordón umbilical y nace a La Vida.
¿Por qué esto tiene que ser así, preguntan muchos, sobre todo los que sufren? ¿Por qué tenemos que recorrer ese largo camino de soledad, ese camino amargo para conseguir algo que los sacerdotes de la ilusión dice que ya poseemos? ¿Pero lo poseemos realmente? ¿Poseemos realmente esa chispa de divinidad que proclaman los profetas? ¿Han muerto los mártires en vano? ¿Han sido quemados los iluminados por nada? ¿Se asesinó a Cristo sólo por un reino de este mundo? Es fácil dejarse engañar por el jaleo que organiza el mercachifle y el buhonero de la libertad política, social o religiosa. Pero ellos no tienen las llaves de un Reino que está dentro de vosotros. Las experiencias de Buda y del propio Jesús nos indican que las llaves están ocultas en el interior de la coraza del carácter del hombre y en el interior de la rigidez mecánica de su cuerpo y alma. Llegar a ellas significa bucear en uno mismo, en el propio carácter, y hacerlo en ese estado y condición llamado soledad, en ese estado que, como el Maestro Interno decía, es un don que hace el Espíritu a los que están dispuestos a nacer a la Vida.

(Continua)


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